Claudio Roncoli tuvo una infancia que muchos niños podrían haber envidiado: su papá era dueño de una juguetería. Tenía al alcance de su mano un Disney World hecho a su medida: robots, lanchas, monitos músicos, autitos Matchbox, fuertes apaches y soldaditos plásticos, trenes de lata, metegoles y otros tantos. Su universo de juguete alternaba con otro universo no menos fascinante: el de su escuela parroquial. Participaba activamente de las actividades de su iglesia, iba a misa, tomaba la comunión, fue scout y luego acólito. En su adolescencia, Claudio había decidido entrar en el seminario, quería ser cura. Pero después de dos años, con crisis, confusiones y fuerte curiosidades por el mundo, Claudio abandonó el seminario. Tenía quince años. Más tarde nuestro artista ingresó en la Universidad de Buenos Aires para estudiar Diseño Gráfico, pero estuvo allí sólo un año, pues había conseguido trabajo en un estudio de diseño y allí aprendía más rápido que en la academia que abandonaría prontamente. La Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón fue un lugar para completar su aprendizaje, pero también para explorar con sus nuevos amigos- músicos y pintores- las posibilidades que le daba un país que reiniciaba su período democrático.
La obra
Roncoli tiene un extenso corpus de obra que fue madurando progresivamente con una iconografía ligada a la retórica publicitaria de la década del 50 desplegada mediante una técnica mixta que conlleva digitalización de imágenes y pintura sobre tela. En la fase de producción de obra, hay un primera etapa —que podríamos llamar “arqueológica”— que requiere de material de época: revistas y semanarios orientados hacia la mujer, particularmente de los años 50, 60 y 70; una segunda etapa consiste en la selección y recorte de imágenes orientadas fundamentalmente a la figura humana y a diversos objetos de consumo. Más tarde ese material seleccionado se digitaliza, las imágenes añejas se limpian, se pone a nuevo. El siguiente paso es un “collage electrónico” que Claudio diseña en la pantalla de su computadora y luego imprime en una tela a la que retoca con pintura aplicada con espátula. Esta mixtura de técnica no deja de provocar cierta incomodidad en algunas instituciones artísticas, particularmente en premios y salones que siguen teniendo categorías fijas como “pintura”, “arte digital” o “fotografía”. La obra de Roncoli podría incluirse en cualquier de las tres, ya que en rigor su obra es “técnica mixta sobre tela”, y a la vez, una imagen digital intervenida con pintura.
La re-fotografía
Roncoli utiliza el recurso de la “re-fotografía” no con una cámara sino con un scanner. De esta forma participa de algunos topoi (lugares) de discusión teórica, tal como la desaparición del autor o la invalidación del concepto de originalidad. Más que de un autor en particular (como lo hace Richard Prince con la publicidad de Marlboro) Roncoli se apropia de una estética particular (más cercana a la operación de Barbara Kruger) inspirada en un modelo de felicidad pequeño burguesa basada en el consumo y construida por los medios de comunicación en la posguerra del 50 por los Estados Unidos, modelo que luego fue exportada a países periféricos. Elegir fotos, en vez de hacerlas, tiene que ver con otro argumento (de raíz duchampiana) frecuente en el arte del siglo XX, no se trata de seguir agregando objetos —o imágenes— al mundo, sino de señalar los que ya están. No hace falta ser original, es suficiente con una operación conceptual; la selección, en vez de la creación.
Roncoli tiene un extenso corpus de obra que fue madurando progresivamente con una iconografía ligada a la retórica publicitaria de la década del 50 desplegada mediante una técnica mixta que conlleva digitalización de imágenes y pintura sobre tela. En la fase de producción de obra, hay un primera etapa —que podríamos llamar “arqueológica”— que requiere de material de época: revistas y semanarios orientados hacia la mujer, particularmente de los años 50, 60 y 70; una segunda etapa consiste en la selección y recorte de imágenes orientadas fundamentalmente a la figura humana y a diversos objetos de consumo. Más tarde ese material seleccionado se digitaliza, las imágenes añejas se limpian, se pone a nuevo. El siguiente paso es un “collage electrónico” que Claudio diseña en la pantalla de su computadora y luego imprime en una tela a la que retoca con pintura aplicada con espátula. Esta mixtura de técnica no deja de provocar cierta incomodidad en algunas instituciones artísticas, particularmente en premios y salones que siguen teniendo categorías fijas como “pintura”, “arte digital” o “fotografía”. La obra de Roncoli podría incluirse en cualquier de las tres, ya que en rigor su obra es “técnica mixta sobre tela”, y a la vez, una imagen digital intervenida con pintura.
La re-fotografía
Roncoli utiliza el recurso de la “re-fotografía” no con una cámara sino con un scanner. De esta forma participa de algunos topoi (lugares) de discusión teórica, tal como la desaparición del autor o la invalidación del concepto de originalidad. Más que de un autor en particular (como lo hace Richard Prince con la publicidad de Marlboro) Roncoli se apropia de una estética particular (más cercana a la operación de Barbara Kruger) inspirada en un modelo de felicidad pequeño burguesa basada en el consumo y construida por los medios de comunicación en la posguerra del 50 por los Estados Unidos, modelo que luego fue exportada a países periféricos. Elegir fotos, en vez de hacerlas, tiene que ver con otro argumento (de raíz duchampiana) frecuente en el arte del siglo XX, no se trata de seguir agregando objetos —o imágenes— al mundo, sino de señalar los que ya están. No hace falta ser original, es suficiente con una operación conceptual; la selección, en vez de la creación.
La mirada
Roncoli presenta en sus obras un universo reconocible -imágenes que fueron vistas anteriormente- aunque transformado. Estas imágenes conllevan las estructuras patriarcales imperantes en la década del 50 y subsiguientes (incluyendo también nuestros días): la mirada es masculina, heterosexual y de raza blanca. Al retrotraer la mirada a décadas anteriores, Roncoli nos obliga a considerar aquellas revistas donde la mujer “era” (somos optimistas en el uso del verbo en pasado) un mannequin (maniquí o muñeca) donde se cuelga la ropa, la moda y la mirada del varón dominante.
En los cuadros de nuestro artista la presencia del varón es numéricamente inferior, cuando aparece ostenta una clara actitud de dominio (en la cabecera de la mesa, acompañando a la mujer o como piloto) y siempre es de raza blanca (excepcionalmente hay un hombre de raza negra, Qué loco el negro, 2006, un apuesto morocho que abraza por la cintura a dos damiselas). Como podría esperarse, también el varón es heterosexual (la excepción son los dos varones de Luna de miel, 2006) y los niños -mayoritariamente de raza blanca- parecen salidos de un casting para series televisivas como Lassie o Flipper.
Aquel mundo rescatado por Roncoli conserva estructuras de poder que no están agrietadas por ninguna de las mal llamadas “minorías”; mujeres, gays, lesbianas, negros, asiáticos o hispanos cuestionan nada, simplemente porque son eliminados de la escena.
Roncoli presenta en sus obras un universo reconocible -imágenes que fueron vistas anteriormente- aunque transformado. Estas imágenes conllevan las estructuras patriarcales imperantes en la década del 50 y subsiguientes (incluyendo también nuestros días): la mirada es masculina, heterosexual y de raza blanca. Al retrotraer la mirada a décadas anteriores, Roncoli nos obliga a considerar aquellas revistas donde la mujer “era” (somos optimistas en el uso del verbo en pasado) un mannequin (maniquí o muñeca) donde se cuelga la ropa, la moda y la mirada del varón dominante.
En los cuadros de nuestro artista la presencia del varón es numéricamente inferior, cuando aparece ostenta una clara actitud de dominio (en la cabecera de la mesa, acompañando a la mujer o como piloto) y siempre es de raza blanca (excepcionalmente hay un hombre de raza negra, Qué loco el negro, 2006, un apuesto morocho que abraza por la cintura a dos damiselas). Como podría esperarse, también el varón es heterosexual (la excepción son los dos varones de Luna de miel, 2006) y los niños -mayoritariamente de raza blanca- parecen salidos de un casting para series televisivas como Lassie o Flipper.
Aquel mundo rescatado por Roncoli conserva estructuras de poder que no están agrietadas por ninguna de las mal llamadas “minorías”; mujeres, gays, lesbianas, negros, asiáticos o hispanos cuestionan nada, simplemente porque son eliminados de la escena.
La iconografía
Cada obra creada por Roncoli muestra personajes espléndidos, jóvenes, hermosos y felices. Debe ser lo más semejante al mundo vivido por el príncipe Siddharta Gautama —posteriormente conocido como Buda— en el palacio, en una burbuja cortesana que ignoraba la enfermedad, la vejez, la pobreza y la muerte. Algo semejante sucedía con el pop art de los Estados Unidos, que se desplegaba en paralelo a los horrores de la Guerra de Vietnam. Nada parece macular la felicidad del paraíso creado por Roncoli. Ahora bien, la pregunta es: ¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en creer que el mundo es un jardín de rosas florecidas, sin ninguna espina?
Ese bienestar de limbo se acentúa con un detalle iconográfico, las aureolas de las figuras. En la iconografía cristiana existe una codificación clara para las figuras de los santos: las cabezas resplandecen con un nimbo. Desde el Gótico -y particularmente durante el Renacimiento- esa aureola comenzó a dibujarse con tanta precisión formal que muchas veces se olvida su origen simbólico. Roncoli reemplaza el nimbo por el contorno de una galletita de merienda infantil; sus personajes no son santos, sino seres ingenuos, bambis en un bosque de fantasía. En el Paraíso creado por Roncoli no existe el Mal, quizá porque no hay conciencia del Bien. El artista parece rescatar aquel tiempo previo a la Ley, donde no había reglas, moral ni ética, cuando un niño mataba a un pájaro sin saber que eso está mal. En la obra de Roncoli hay niños por doquier, impera la iconografía infantil: ellos (peinados a la gomina con jopo) y ellas (trencitas rubias y mejillas rozagantes) hacen la tarea, festejan el cumpleaños, juegan en ronda, acompañan a sus padres y admiran al abuelo. En los fondos de los cuadros hay dibujos de cuentos infantiles, juguetes, peluches, superhéroes, estrellitas y arco iris. Este repertorio apuntala aquel sentimiento de ingenuidad edénica de muchos niños. Los personajes de Roncoli son intrínsecamente buenos, no en sí mismos, sino por la ausencia y desconocimiento de Ley. En un punto, la obra de Roncoli se pregunta sobre la existencia de un “Mundo Feliz”, una unidad perdida que no distingue entre dicha y desdicha, vicio o virtud.
Cada obra creada por Roncoli muestra personajes espléndidos, jóvenes, hermosos y felices. Debe ser lo más semejante al mundo vivido por el príncipe Siddharta Gautama —posteriormente conocido como Buda— en el palacio, en una burbuja cortesana que ignoraba la enfermedad, la vejez, la pobreza y la muerte. Algo semejante sucedía con el pop art de los Estados Unidos, que se desplegaba en paralelo a los horrores de la Guerra de Vietnam. Nada parece macular la felicidad del paraíso creado por Roncoli. Ahora bien, la pregunta es: ¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en creer que el mundo es un jardín de rosas florecidas, sin ninguna espina?
Ese bienestar de limbo se acentúa con un detalle iconográfico, las aureolas de las figuras. En la iconografía cristiana existe una codificación clara para las figuras de los santos: las cabezas resplandecen con un nimbo. Desde el Gótico -y particularmente durante el Renacimiento- esa aureola comenzó a dibujarse con tanta precisión formal que muchas veces se olvida su origen simbólico. Roncoli reemplaza el nimbo por el contorno de una galletita de merienda infantil; sus personajes no son santos, sino seres ingenuos, bambis en un bosque de fantasía. En el Paraíso creado por Roncoli no existe el Mal, quizá porque no hay conciencia del Bien. El artista parece rescatar aquel tiempo previo a la Ley, donde no había reglas, moral ni ética, cuando un niño mataba a un pájaro sin saber que eso está mal. En la obra de Roncoli hay niños por doquier, impera la iconografía infantil: ellos (peinados a la gomina con jopo) y ellas (trencitas rubias y mejillas rozagantes) hacen la tarea, festejan el cumpleaños, juegan en ronda, acompañan a sus padres y admiran al abuelo. En los fondos de los cuadros hay dibujos de cuentos infantiles, juguetes, peluches, superhéroes, estrellitas y arco iris. Este repertorio apuntala aquel sentimiento de ingenuidad edénica de muchos niños. Los personajes de Roncoli son intrínsecamente buenos, no en sí mismos, sino por la ausencia y desconocimiento de Ley. En un punto, la obra de Roncoli se pregunta sobre la existencia de un “Mundo Feliz”, una unidad perdida que no distingue entre dicha y desdicha, vicio o virtud.
Epílogo
En la pintura de Claudio Roncoli se conjugan dos importantes aspectos biográficos: su educación católica y los días de infancia en la juguetería de su padre. En sus últimas creaciones, el artista emplea elementos de la publicidad, la historieta, el diseño gráfico y el collage, echa mano de recursos contemporáneos, sean tecnológicas —como la digitalización de imágenes— o conceptuales —como la re-fotografía—. Cada obra puede leerse como el capítulo de una gran epopeya utópica. Roncoli mira las décadas pasadas (del 50 al 70) con cierta conmiseración y perdón. Reivindica un mundo utópico donde no existen conflictos de raza o género, santifica con ironía juvenil aquella sociedad que supo vivir en un nirvana capitalista y se pregunta cuál es el pecado de hacerlo así. En el despliegue pictórico de Claudio Roncoli subyacen preguntas como estas: ¿Es posible la felicidad ininterrumpida? ¿Quién podría vivir en un limbo de bienestar desconociendo la palabra angustia?
En la pintura de Claudio Roncoli se conjugan dos importantes aspectos biográficos: su educación católica y los días de infancia en la juguetería de su padre. En sus últimas creaciones, el artista emplea elementos de la publicidad, la historieta, el diseño gráfico y el collage, echa mano de recursos contemporáneos, sean tecnológicas —como la digitalización de imágenes— o conceptuales —como la re-fotografía—. Cada obra puede leerse como el capítulo de una gran epopeya utópica. Roncoli mira las décadas pasadas (del 50 al 70) con cierta conmiseración y perdón. Reivindica un mundo utópico donde no existen conflictos de raza o género, santifica con ironía juvenil aquella sociedad que supo vivir en un nirvana capitalista y se pregunta cuál es el pecado de hacerlo así. En el despliegue pictórico de Claudio Roncoli subyacen preguntas como estas: ¿Es posible la felicidad ininterrumpida? ¿Quién podría vivir en un limbo de bienestar desconociendo la palabra angustia?
Por Julio Sánchez
Crítico de Arte argentino
Crítico de Arte argentino
No hay comentarios:
Publicar un comentario